El pulpo seco era un plato
típico de Torrevieja, así como de otras localidades costeras, que se preparaba
cotidianamente en los domicilios particulares. Se tomaba como aperitivo y era
muy frecuente asimismo en los bares de la ciudad. Hoy cuesta encontrar establecimientos
que aún lo sirvan, y por ese motivo es considerado como un manjar reservado a
paladares exquisitos. Entre los motivos de esta sensible pérdida de la
gastronomía popular, cabe señalar el descenso de la materia prima: la erosiva urbanización
del litoral ha causado estragos en varias especies de la fauna marina, entre
ellas el pulpo. Además, en la actualidad ya no se practica la pesca como
afición, algo que hace unos decenios era habitual para gran parte de la población
en los días de verano o en los fines de semana de buen tiempo. A lo que hay que
unir la meticulosa elaboración que exige, cuando ahora todos tenemos más prisa
para llegar no sabemos dónde.
Recordando un pasado cada
vez más lejano, no era extraño que, al regreso de una jornada de pesquera —en Torrevieja también se usaba
esa palabra—, los trofeos adquiridos recibieran en la cocina el solemne trato
que merecían. Ciñéndonos al Octopus, el
ritual se compartía por varios miembros de la familia. El ejemplar ya sin vida destinado
a la desecación, que debía tener un tamaño respetable para que no se consumiera
antes de pasar a la mesa, recibía todo tipo de atenciones y cuidados. Para
empezar, era sometido a un concienzudo maseo,
es decir, a una serie de golpes con una maza u objeto similar dispuesto al
efecto, para que el pulpo soltara los primeros fluidos y se ablandara. A
continuación, se procedía a la abertura de la cabeza con un corte vertical y al
vaciado de ésta, proceso que, como el resto de la debida limpieza, se efectuaba
con una mezcla de agua y sal.
Llegaba el momento de
prepararlo para su exposición al sol. Resultaba fundamental que las patas no
estuvieran en contacto entre sí ni con la cabeza vacía y extendida. A tal fin,
se le aplicaban unas cañas que, además de mantener las ocho extremidades
separadas, servían para colgar la pieza de cualquier travesaño en un lugar
aireado —el patio de la casa— y servido por abundantes rayos del astro rey.
Siendo delicado el proceso anterior, éste demandaba todavía mayores atenciones,
pues acechaba un terrible enemigo: la moscarda común, que con sus deposiciones
arruinaría todo el trabajo hasta convertirlo en inútil, además de desagradable
por las consecuencias que no será necesario detallar. Aunque el ejemplar colgado
se untaba previamente con vinagre para ahuyentar a dichas merodeadoras, aquí
tomaban un papel preponderante los pequeños de la familia, encargados de
mantener una estricta vigilancia mientras los mayores se dedicaban a los
menesteres domésticos propios de la edad. Hoy se resuelve esta molestia
rodeando al pulpo con tupidas mallas antidípteros, pero entonces las economías
poco boyantes no podían permitirse tales lujos. Por la noche, como todos tenían
que dormir y además ya no lucía el sol, el pulpo se colgaba bajo techado, bien
protegido para evitar inoportunas visitas de insectos. El hogar quedaba inundado
por un aroma anunciador de que pronto se comería pulpo seco.
Así se continuaba durante
unos días, cuyo número podía variar según hubiera transcurrido el proceso por
las condiciones meteorológicas, pero que no duraba más de una semana. Como en
todo buen producto gastronómico, tan importante era llegar como no pasarse, de
modo que había que coger el punto justo. Tanteando el pulpo, cuando se estimaba
que éste ya estaba seco pero sin haber perdido su textura, concluía la fase
anterior y se pasaba a la más gratificante. Cada pata se separaba y se
enrollaba antes de ser expuesta al fuego directo. Mientras éste actuaba, la
pata se desenrollaba ante los atónitos ojos de los niños que se bautizaban en
ese ritual. Cuando el tueste había adquirido el punto deseado, la pata era
servida, al gusto, con generosas dosis de aceite y limón, y ajo y perejil, y
cortada en varios trozos. Para la inmediata degustación se precisaba una
dentadura en plena forma, pero el extraordinario sabor —sin olvidar su
inexistente precio— compensaba los días de preparación y casi de desvelos.
Las patas eran el centro de
atención, pero hay quien no despreciaba la cabeza. El pulpo seco era plato
típico, poco menos que obligado, en las acampadas del Domingo de Resurrección y
en otras fiestas señaladas. En esos casos, se transportaba ya preparado para
ser asado en el mismo lugar y consumido aún caliente y humeante. Los tiempos
han cambiado, y al autor de estas letras no le importa confesar que no recuerda
el día en que comió por última vez pulpo seco; desde luego, la última vez que
comió pulpo seco elaborado en casa todavía era adolescente. Y también confiesa
su puntito de melancolía por haber tenido que redactar usando el pretérito
indefinido, pero ante todo se trata de dar una información veraz. Muy pocos románticos
continúan hablando del pulpo seco y degustándolo en presente de indicativo, en
homenaje a sus artesanos pescadores, a sus abnegadas preparadoras y a sus pequeños
y celosos centinelas.
Antonio Sala Buades